hecho en ruta

El proceso de secado

En el dulce sosiego de una tarde primaveral, cuando los campos se tiñen de mil matices y el aire perfuma con la esencia de flores recién abiertas, se presenta la oportunidad de atrapar la efímera belleza de la naturaleza y preservarla entre las páginas de un libro, como si fuese un secreto susurrado al aire.


Con delicadeza, se han de escoger aquellas flores que, en su frescura, han de conservar la ternura de la mañana, sin rastros de rocío que pudieran manchar su esplendor. Una vez elegidas, han de disponerse entre las hojas de un libro voluminoso, quizás una novela que ya ha conocido muchas estaciones, de esas cuyas páginas llevan el leve aroma del tiempo y del pensamiento. Entre dos finos papeles, que absorban con paciencia la humedad de los pétanos, se les deja reposar, como seres en espera de un destino ya escrito.


Y así, con el transcurso de los días, el peso de la literatura se convierte en complice de esta transformación. La suavidad se torna fragilidad, el color se atenúa hasta volverse un susurro del original, y la flor, antaño vibrante, se convierte en un eco de lo que fue, en un testimonio de un momento que, sin este arte de preservación, habría quedado en el olvido.


Pasadas unas semanas, al abrir el libro con la emoción de quien descubre una carta olvidada, se hallara allí la flor, tan ligera como un suspiro, guardando en su frágil forma la esencia de una primavera que, aunque ya se haya ido, vivirá para siempre entre aquellas páginas llenas de historias y suspiros.


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